DR. JESÚS PEÑALOZA SANTILLÁN
REMINISCENCIAS SOBRE MI PADRE Y SU ENTORNO

Al día de hoy muy pocos pueden decir, como yo, que su padre nació en el Siglo antepasado, justo en el año de 1899. Recuerdo bien el día que él falleció y concuerda con la idea de que la muerte del padre es quizá el momento más trascendental en la existencia de un individuo. Sí lo quise y lo venero, pero mientras vivía no tuve oportunidad de manifestarle todo mi afecto y su ausencia todavía me apena mucho.

Podremos tener muchos hijos, pero sólo tenemos un padre. Ese progenitor pronto queda atrás. El hijo, ya independiente, puede a la vez generar nuevos descendientes y seguir la sucesión, tal como se van extendiendo las ramas de un árbol. Así se amplía el follaje pero el origen es único. Cada hombre o mujer que ha existido trae, desde que se gesta, la impronta genética de millones de relevos previos. Si hace cien, mil o un millón de años una sola rama de su genealogía se hubiera roto antes de brotarle un retoño, ningún ramal subsecuente hubiera surgido ni desarrollado, se hubiera impedido la dispersión y frondosidad de esa sección. Pero ahí, precisamente en ese brote, empieza la historia única e irrepetible de cada individuo, con sus logros y fracasos, sus alegrías y sus pesadumbres, sus cualidades y sus vanidades, historias únicas e irrepetibles, siempre dignas de conocer y de ser contadas.

El padre es el ente, tan meritorio como la madre, indispensable para la procreación y cada nuevo padre se convierte en un verdadero Dios, que se identifica plenamente con el ser al que le dio la vida. Pero ese progenitor, guía y sustento de la familia y su prole, con todas las particularidades y características propias de cada persona, tiene una en común con sus pares: se convierte en el mejor compañero de su hija o su hijo, un amigo totalmente desinteresado que nunca piensa en el egoísmo de ser correspondido, entrega todo sin esperar y mucho menos pedir nada.

Recuerdo que lo común era y sigue siendo, aunque la intención sea buena, que el padre no sepa cómo encaminar y educar al hijo, tiene que aprender sobre la marcha y los buenos o malos resultados no dejan de manifestarse a corto o largo plazo. Por eso mismo es tan importante la formación de la figura paterna real, que no puede ser substituida o inventada cabalmente.

Sin embargo, la relación padre e hijo no deja de ser un enfrentamiento aunque sea amistoso. El padre, bien o mal, ya está formado, en cambio el hijo o la hija tiene que pasar por todo un proceso de crecimiento y desarrollo, con etapas tan diferentes, tan variadas y tan complejas, desde el flamante período neonatal, al que le siguen el despertar de la infancia, la niñez, la pubertad y la tempestuosa adolescencia, para luego desembocar en la adultez, siempre deseable que se alcance con plenitud madura, sana y productiva. En todo este proceso de varios años hay diferencias de opinión y de conducta entre progenitor y descendiente que se tendrán que conjugar de la mejor manera posible.

La familia de mi padre le transmitió vasto bagaje de abolengo cultural, pero no era rica y no podía costear los largos años de estudio de una carrera profesional. Apenas de niño tuvo que empezar su primer trabajo como aprendiz de panadero con los famosos pasteleros Perochena en su natal Morelia, Mich., pero al mismo tiempo se esforzó en estudiar una carrera corta, que en ese entonces llamaban “comercial”, con fuertes bases de ortografía, taquigrafía y mecanografía, la que pronto pudo ejercer y le permitió laborar, primero en un despacho jurídico y luego en un puesto público en las oficinas de gobierno del estado. Creo que precisamente por la diligencia y formalidad de mi padre, su discreción y agradable aspecto juvenil, apenas acababa de cumplir diecinueve años de edad, el Gobernador de la entidad lo nombró su secretario particular y surgió entre ellos una fuerte relación de trabajo y amistad que luego mantuvieron en la Ciudad de México al ocupar relevantes puestos y sólo terminó con la muerte muchos años después. Se ve que mi padre era rápido en sus planes y decisiones: por esas mismas fechas se casó y tuvo a su primer hijo.

No sé el motivo, pero para los tiempos que de niño me tocó vivir el padre era rígido y frecuentemente distante; sin embargo vertía sus enseñanzas con el ejemplo de acción y estilo de vida. Cuando me convertí en adulto las barreras se rompieron, los consejos de mi papá fueron más explícitos y le gustaba compartir sus relatos sobre las andanzas que vivió a lo largo de su existencia. Lástima que ese periodo lo aproveché poco tiempo; me encontraba enfrascado en mis estudios y él murió cuando yo vivía lo más ajetreado de la preparación para mi examen profesional; el golpe llegó más inesperado y fuerte de lo que me imaginaba.

Recuerdo bien, insisto, que los padres no eran cariñosos y no permitían a los críos participar en las actividades sociales ni en las pláticas de los adultos. Cuando entonces en la reunión familiar yo intentaba dar mis propias opiniones, mi padre atajaba y decía: “¡Tú cállate! Esta no es plática para niños”.

No dejo de reconocer que este era uno de varios puntos negativos de mi padre, nadie es perfecto, pero sin embargo también aprendí de esos errores para tratar yo mismo de no cometerlos: siempre animé a mis propios hijos, desde muy pequeños, a participar activamente en las conversaciones y he procurado manifestarles mi cariño; creo que ha dado buenos resultados.

También me tocó ver cómo se diferenciaba la educación de las niñas de la de los niños; para unas estaba orientada a las labores del hogar y prepararles a cuidar a los progenitores en la vejez; para los otros hacia “el trabajo fecundo y creador”. Por lo contrario, yo me esforcé porque mis hijas e hijos tuvieran exactamente las mismas oportunidades.

Alguna vez sí me pegó y aunque no recuerdo el motivo estoy seguro de que a él le dolió más el ligero golpe y se arrepintió por siempre.

Sabía defenderse. Constaté que en el límite de una transacción, en que la otra parte quería sacar provecho indebido, mi padre reaccionó primero con buenas maneras, pero, ante la tozudez, en su momento tuvo que actuar con fuerte energía defensiva. En otra ocasión lo vi salir al quite de uno de mis hermanos cuando ya eran mayores, y aunque el bravucón amenazante y acosador era más fuerte, mi padre lo puso en su sitio. Recuerdo así la frase: “el valentón vive mientras el cobarde quiere”.

Aunque nunca me consintió ni me malcrió, siempre me apoyó en los retos que afronté, no cuestionó mis decisiones importantes y me dejó escoger mis caminos de vida y mis amistades.

Él, que era experto en actividades comerciales a las que se dedicó casi toda la vida, me orientó en mis pininos al respecto; por ejemplo, me enseñó que “el cliente siempre tiene la razón” y que “costea ser honrado”. Hay que otorgar un buen servicio y ser amable antes de pensar en la ganancia. “Si trabajas duro siempre te va a ir bien”. “Procura dar más de lo que se te solicita”. “Ganar el dinero implica gran esfuerzo y por lo mismo hay que cuidarlo mucho”. (Nos canturreaba en la mesa del comedor la tonadilla que decía: “el que tenga un amor que lo cuide, que lo cuide, la “salú” y la platita que no la tire, que no la tire…”).

Aunque tenía mucho de qué presumir nunca fue vanidoso y era lo suficientemente maduro para no hacer ostentación de los importantes logros económicos que había alcanzado. En las pláticas de carácter social no mencionaba para nada el tema del dinero ni los costos de las propiedades o gastos en las transacciones. Respetaba a todas las personas independientemente de su condición laboral y social, y no minimizaba a los demás con fantochadas o fanfarronerías tan propias de los nuevos ricos; él no era de esa calaña. Cumplía con las leyes y puedo asegurar que jamás intentó un soborno ni se aprovechó de alguna canonjía. Para muchos, en los tiempos actuales estas conductas se han de juzgar obsoletas y hasta ingenuas, pero yo aprendí las normas y me sirve para estar tranquilo con mi conciencia.

Mi progenitor tenía una mente matemática increíble; desde el inicio de la partida podía deducir cuáles eran las fichas de los otros jugadores del dominó; su capacidad natural para el cálculo acturial lo orientó hacia los buenos negocios y no olvidó la enseñanza bíblica de que “a los años de las vacas gordas siguen los de las vacas flacas”.

En mi padre era muy fuerte el hábito del ahorro y se guardaba de hacer dispendios, pero no se privó de lo necesario que procuraba fuese de la mejor calidad, “lo barato cuesta caro” me decía.

Precisamente otro de sus puntos negativos fue limitarse a satisfacer algunos menesteres y gustos. Comprendo que era el momento histórico, “su tiempo y sus circunstancias”, pero creo que él podría y debería haber cuidado más por preservar su salud y disfrutar sus últimos años con actividades recreativas y ciertos lujos.

Él no jugaba a la lotería y me aconsejó de niño: “Dame a guardar el dinero que te quieres gastar en la lotería y yo te lo regresaré dentro de 20 años con pingües ganancias”. Cuando me lo dijo, en mi imaginario no sabía lo que significaba “pingüe”, tuve que preguntarlo, y en ese entonces los tiempos se me hacían eternos, creí que nunca pasarían esos cuatro lustros; no le hice caso y perdí tiempo y dinero en aprender la lección.

Diariamente se enteraba de las noticias en uno de los periódicos matutinos más populares de aquel entonces, y también escuchaba el noticiero y algún otro programa radiofónico de la XEW en el pequeño radio de mesa del comedor de la casa; todavía no había televisión.

Tenía la cualidad, tan ausente en México, de la puntualidad, que le dio la llave para abrir puertas y ser el primero en las buenas oportunidades. Yo aprendí y siempre practico ese atributo tan positivo, no obstante las contrariedades que genera en esta población incivilizada; a la larga me ha sido de gran beneficio.

Era honesto y honrado; no le oí decir una sola grosería y puedo asegurar que no se ensució las manos con corruptelas. Se me fijaron esas cualidades: cuando yo tenía unos tres o cuatro años de edad no pude vencer la tentación y tomé y me guardé subrepticiamente un banquito pequeño y de poca altura como los que usan los boleros para sentarse a lustrar los zapatos, banquito que era juguete de la hija de una sirvienta de la casa quien reaccionó con fuerte llanto a mi fechoría. En cuanto lo supo, mi padre convenció, al párvulo que yo era, de reparar el entuerto y pedir disculpas a la niñita, pero hasta la fecha me asalta todavía el resquemor de esa travesura infantil.

Insistía en formalizar y exigir cuentas en las transacciones comerciales, es lo mejor para las partes; si alguien se resiste es que trata de obtener alguna ventaja irregular y más vale cortar con esa relación: “de quien menos te lo esperas puede querer llevarte al baile”. “El dinero es canijo y se hizo para contarlo”: “cuentas claras hacen amistades largas” o en el argot popular mexicano “las cuentas claras y el chocolate caliente”.

También aconsejaba nunca endrogarse, es decir contraer deudas, y menos con las pomposas instituciones bancarias Ya lo decía el escritor Fuentes Mares: “los banqueros son las personas que viven con el dinero de los demás” y se sabe bien que los “seguros” sólo se aseguran de adjudicarse sus leoninas ganancias.

Mi jefe, como a veces yo lo llamaba, era pragmático: dudaba de los dogmas fanáticos, como la moralidad de los hipócritas santurrones y del popular pregón de los comunistas que modificó en su modo discursivo y con ironía lo expresaba así: “lo tuyo es mío y lo mío es mío”. Al empezar el declive por grave enfermedad, con los ojos tristes y ya la mirada opaca típica de cuando se acerca la muerte, aceptó con tranquilidad, sin aspavientos ni exageraciones en el tratamiento, el límite de su vida a los sesenta años, que para aquel entonces ya casi había alcanzado y no estaba muy desfasado de las estadísticas, pero aun estando enfermo, cuando se lo permitían los achaques atendía y acrecentaba sus negocios particulares.

Como buen padre que fue, lo que más tengo que agradecer es la preocupación que mostró por la educación de sus hijos. Nos dio todas las facilidades al respecto. Recuerdo bien su insistencia: “En la vida te podrán quitar todo, excepto lo que conoces y lo que sabes hacer”. Precisamente lo que siempre añoró fue tener él mismo un título profesional, pero se llevó a la tumba el orgullo de que casi todos sus seis hijos pudimos lograrlo, más meritorio todavía en aquella época en que realmente sí era encomiable obtenerlo y lo cual nos ha permitido vivir tranquilos no obstante los avatares que enfrentamos, ¡Cuánta razón tenía mi padre! ¡Gracias papá!

Al respecto, también por él adquirí el hábito de la lectura. Recuerdo bien y aún conservo, aunque ya un poco pálido y descuadernado, el primer libro que me obsequió cuando yo contaba apenas diez años de edad, “Un joven de porvenir”, del mentor y sacerdote católico húngaro Thiamer Toth, que habla de la conducta y sentimientos humanos; me encantó y lo leí con avidez.

Luego me regaló “El retrato de Dorian Gray”, del inglés Oscar Wilde, que encendió mis primeras fantasías; y después “El país de las sombras largas” de Hans Ruesch, que trata de las trascendentales relaciones familiares y sociales de los pocos esquimales (ahora llamados inuits, indígenas de la zona ártica de Norteamérica, Asia y Groenlandia) que a principios del Siglo XX aún se habían salvado de la “civilización” pero precisamente comenzaron a tener contacto con ella y les trajo la fatal transculturación; la lectura sobre la conducta de uno de los hijos de aquellas familias me conmovió hasta lo más hondo, tanto que casi sin darme cuenta comenzaron a brotar mis lágrimas y luego mis sollozos de niño.

Y de allí “pal’real”; no he dejado de leer, siempre procurando escoger buenos textos, un solo día de mi vida.

Esta pasión me ha permitido, ahora con más razón, viajar y conocer el mundo y el universo y disfrutar y sufrir las más increíbles aventuras sin moverme de mi asiento ni usar molestos artificios. Creo que la escritura es el más grande invento de la humanidad. Otra y mil veces más, gracias papá y ojalá yo logre mantener y transmitir tus enseñanzas.

Carpe diem


Doctor Jesús Alfonso Peñaloza Santillán (Agosto 2024)